Ensayo: Sin Título XX

Nos gusta pensar la vida como pensamos el tiempo, intangible; como si se escapara de nuestras manos, escurridizo; con un principio y un fin establecido, predeterminado. Nos gusta imaginar que la vida funciona como un reloj, fijo, mecánico, predecible, siempre moviéndose en la misma dirección, siempre hacia adelante, en línea recta. Nosotros, entonces, no somos más que un engranaje, una pieza tan irrelevante como minúscula en un sistema perfecto y de divina trascendencia y procedencia.

Todo lo que existe para nosotros -por nosotros y con nosotros- tiene su base en ideas ingenuamente fundadas sobre la expectativa de un algo. Un algo a veces incierto que nos mantiene atentos a la espera de la posibilidad, a la perspectiva, sometidos a la ilusión, al anhelo y a la esperanza.

Nos gusta regodearnos en nuestra ceguera, en nuestra ignorancia, regocijarnos en ideas maniqueas de la vida -vana, superficial, mecánica. Es como si, tal vez sin darnos cuenta, nos complaciéramos en privar a la vida de sí misma. Qué contradicción ¿no? Y aun así ¡cómo odiamos vernos atrapados entre contradicciones! ¡Cuánto nos cuesta acariciar las grietas, abrazar los hoyos, dejarnos caer en las cavidades! ¡Cuánto despreciamos todo lo que no sea cierto, todo lo que no sea completo y acorde,  todo lo que no sea palpable! Y aun así nuestras esperanzas descansan precisamente sobre algo que no podemos ver, tocar, ni sentir. Todo por esta terquedad inocente e incompetente de inclinarnos hacia lo absolutamente trascendente, de separarnos absolutamente de lo que somos. Buscamos deshacernos, pues, de la vida; una pieza de ropa que nos queda muy grande, cuando la incertidumbre se hace insoportable, o bien la desdeñamos como a un trapo sucio, cuando no se cumplen las predicciones esperadas. Todas las cosas que no podemos explicar las colocamos fuera de nosotros, ajenas, intrusas, magníficas, trascendentes, -“divinas”. Y así terminamos llamando vida a una secuencia casi automática de situaciones, circunstancias, lugares, rostros, recuerdos, conductas; las moldeamos y les damos forma según nuestros intereses, según el lugar en el que estamos parados, el espacio que ocupamos, las ideas que tenemos, según nuestras expectativas. Y el producto de tan laborioso trabajo se convierte en el ideal por el cual y hacia el cual guiamos nuestra existencia, -“Cultura. Instruidos para -poco a poco, paso a paso- llenar las expectativas del ideal, establecemos patrones, modelos de existencia, estándares, jerarquías y leyes. Cualquier cosa que no satisfaga nuestros deseos de complacencia a nuestros esquemas –ahora ya caducos- , es vilmente desechado, desterrado, condenado y castigado.

Y aún así, seguimos viendo la vida, la historia, el tiempo, la evolución, el progreso, como una línea recta que se dirige sólo hacia adelante. Progresamos en el tiempo, evolucionamos en el tiempo, avanzamos en el tiempo, y sin embargo nuestros patrones y nuestros esquemas siguen igual, renuentes al cambio. ¿No es irónico? Ansiamos fervorosamente alcanzar ese fin por el cual estamos aquí, atraparlo en nuestras manos, no importa bajo qué medio o instrumento logremos descubrirlo, obtenerlo, y retenerlo. Vivimos para el fin y nos desentendemos de la causa. Desgastamos el presente y encaminamos toda nuestra existencia hacia la posibilidad, la perspectiva, la expectativa del futuro. El futuro, tan incierto, tan variable, tan inconstante como el tiempo, como nosotros. La vida se va perdiendo a sí misma en un concepto, en una norma, en un prejuicio, en una malinterpretación. ¿Y el pasado? ¡Que ahí se quede! ¡Que nadie lo toque! El futuro será inseguro, pero el pasado es sólido como una piedra, y así debe ser. Y así jugamos al rey Midas y convertimos todo en piedra, en lugar de oro. ¿El presente? ¡De piedra! Endurecido, cristalizado, congelado. ¡Es más, que no exista! ¿Qué importa? ¡El futuro es lo relevante! ¡El futuro! ¡El futuro! ¿Y vivir? ¡El cambio! ¡El progreso! ¡El futuro! ¡Pero que sea de piedra, por favor!

¡Cuánta resistencia a la contradicción, al cambio, a la oposición, a la ruptura! He ahí otra ironía. ¡Pero si la vida es también contradicción!, causas colisionando entre sí una y otra vez, concibiendo otras más. Complicaciones y armonías,  diferencias y discordancias, encuentros y desencuentros, todo eso es la vida. Definitivamente algo más que sólo la progresión estricta de una causa a su efecto, seguramente más que un encadenamiento artificial de necesidades, apetencias, fracasos y desenlaces. Separamos, desgarramos, pero nos conformamos con asentarnos ahí, en la escisión, y ahí fundar el omnipotente castillo de nuestras máximas, nuestras esperanzas, nuestras supersticiones. ¡De piedra! Construimos, formamos y refinamos, pero nos negamos a mirar hacia atrás, nos empeñamos en endurecer el pasado, desmortajarlo y quedarnos con el pedazo que más nos conviene, o simplemente desgajarlo hasta que ya no sea nuestro. Y así lo lanzamos, a él también, al rincón de lo transcendental. ¿Y el presente? Que no exista. Y si lo hace, si se atreve a querer existir, que lo haga con vistas a un fin que no es el suyo. Que al presente le competa el ser efímeramente y al futuro el ser eterno, o al menos desearlo.


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