Carta I: Sin remitente

23 de mayo de 2015.
Querido
Apreciado:


Te escribo ahora pues ya me cansé de evitar la mirada en el espejo, que se burla de mí porque cada vez que bajo las pestañas se alza una tormenta de nieve y no es aún invierno. Ni siquiera conozco el invierno, y nunca he tocado la nieve. Lo único que tenemos aquí, lo único que siempre he conocido, es una sequía imperecedera con algunos amagos de lluvia.
Tengo meses en esto. Siento que nada nace ya en el suelo. Y el cielo se ve tan bonito, tan soleado, que a veces hace que me olvide de la sed. Otras veces siento lo abrasador de la infecundidad incinerarme los poros, y el deslizamiento subyuga toda clase de fluidez, comprimiendo cualquier arrebato esporádico. Sequedad por todas partes, como puedes imaginar.
De todos modos, quería decirte que ayer llovió, luego de meses de inquietud, después de tantas cavidades desencajadas deshidratándose bajo el sol. La gente corría de un lado a otro para no mojarse, y yo corría con ellos para no quedarme seca; para alimentar las grietas, estos surcos marchitos en los que ya nada crece. Estaba empapada y tenía frío, pero la sed seguía siendo insoportable. No es tu culpa. La sequía ya estaba instalada en esta tierra desde antes que te fueras, pero no recuerdo que la sed fuese así de tórrida entonces. Jamás me enseñaron a cultivar nuevos gérmenes sin lastimar las raíces para deshacerme de la mala hierba. Creo que en realidad nunca quise aprender a no lastimar mis raíces. Verás, duele mucho plantar alguna simiente cuando se depende de otro para regarla... Así no puede crecer nada, por más fértil que sea la tierra.
Te escribo ahora para pasar el tiempo a otra página, ahora que puedo leerla mejor, para expiar mi culpa por haber bautizado con tu nombre esta temporada estival, por haber acumulado en tu puerta toda la maleza que arranqué con estas manos cuarteadas por la sequedad. Admito que fue un tropiezo de mi parte magullarme las sienes con el eco de lo último que dijiste antes de irte, antes de cerrar la puerta en mi cara para siempre. Me tomó todo este tiempo poder escuchar tus canciones sin sentir una sed ansiosa, de esas que laceran cualquier intento de germinar, de soltar, de dejar ir. Fue mi culpa. No debí haberme echado en el suelo, dispuesta a sembrar, en plena sequía, todas mis expectativas, mis esperanzas, mis miedos. No sabía que no llovería por años, y tú, mucho menos.
No sé qué digo. No sé cómo concluirme. Nunca hallo cómo terminar las cosas que empiezo. Lo mismo sucede cuando planto, siempre acabo regando de más porque no sé cuándo dejar de dar.
Mañana agradeceré no haber podido decirte adiós. No lo tomes a mal, pero me alegra que te hayas ido y que no hayas dejado ni siquiera una ventana abierta. Pronto lloverá de nuevo y siempre tendré sed, pero al menos la sequía no llevará tu nombre. De las fisuras que me obsequiaste mejor no hablemos, ya construiré alguna otra cosa sobre ellas, un edificio, una máquina de coser, un espejo entero. Las rellenaré con piedras, a ver si así hallo un poco de solidez. Ya pensaré en algo.

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